TECNOLOGÍA Y COMBATE A LA INSEGURIDAD: ¿QUÉ SUCEDE CON NUESTRA PRIVACIDAD?

TECNOLOGÍA Y COMBATE A LA INSEGURIDAD: ¿QUÉ SUCEDE CON NUESTRA PRIVACIDAD?
February 14, 2024

En la actualidad, Ecuador está atravesando una crisis de seguridad sin precedentes que ha dejado cifras alarmantes de víctimas directas —las denominadas “colaterales”—, temor generalizado y, ante todo, el anhelo por días mejores, en donde el miedo no condicione nuestras vidas. Producto de ese miedo, muchxs quienes viven en Ecuador exigen a las autoridades que se recurra a cualquier medio posible para contener y erradicar el crimen organizado. Y cuando dicen eso, en cierto modo están consintiendo que la posibilidad de vivir en paz es un bien mayor que justifica la violación de derechos fundamentales.

Como ya hemos dicho antes, la privacidad es un derecho humano que, a su vez, permite que otros derechos —como la libertad de expresión, por ejemplo— sean ejercidos. Pero, ¿qué ocurre cuando se emplean medios tecnológicos para vigilar a la población y se utiliza la lucha contra la inseguridad como pretexto?

Desde hace mucho, la vigilancia se ha ejercido valiéndose de distintos métodos, principalmente físicos, para recopilar información sobre objetivos puntuales y, claro está, con ciertas limitaciones. Pero, si bien hoy esos métodos siguen empleándose, en la actualidad, la tecnología ha hecho posible vigilar a grandes porciones de la población a bajo costo y con menores riesgos que en tiempos pasados. Y lo que es peor, gran parte de la información utilizada para llevar a cabo ciertos tipos de vigilancia y perfilamientos proviene de nosotrxs mismxs cada vez que proporcionamos nuestros datos a las diversas plataformas que conforman nuestra vida en la actualidad.

Frente a los contextos de inseguridad desmedida, una de las respuestas más comunes por parte de las autoridades es el recurrir a la tecnología como herramienta de contención de la violencia. Cámaras de reconocimiento facial, inteligencia artificial (IA), inhibidores de señal son tan sólo algunos de los ofrecimientos novedosos que se plantean como solución infalible para el restablecimiento de la calma en el país. Pero, ¿realmente tiene sentido ceder nuestros derechos por ofrecimientos surgidos en momentos de alta conmoción interna?

Existen múltiples testimonios sobre cómo la tecnología no ha sido suficiente para luchar contra la violencia criminal. Un ejemplo de ello es el caso de Londres. En el 2019, la ciudad ocupaba el tercer lugar mundial entre las ciudades más videovigiladas, con 68,4 cámaras por cada mil habitantes. Sin embargo, el índice de criminalidad era de 52,5. Es decir, no existían resultados puntuales que determinen que la vigilancia haya contribuido a la reducción de los delitos cometidos.

Sin ir tan lejos, analicemos el caso de Ecuador. El país cuenta con el Sistema Integrado de Seguridad ECU 911, que cuenta con más de 6 500 cámaras de videovigilancia y 70 000 kits de seguridad instalados en buses y taxis. Pero, a pesar de esto, Ecuador se encuentra entre los 10 países más peligrosos en el mundo según el Informe Global Contra el Crimen Organizado Transnacional 2023 (GITOC, por sus siglas en inglés). En el caso de Guayaquil —donde ya se existen 16 000 cámaras de reconocimiento facial instaladas—, la incidencia de homicidios, en conjunto con las ciudades de Durán y Samborondón, llega al 35,65% de todos los homicidios que ocurren en el país, con una tasa de 40,8 por cada cien mil habitantes según el Observatorio Ecuatoriano de Crimen Organizado. Y, a pesar de todos los supuestos beneficios de este tipo de tecnología, en Ecuador tan sólo 1 de cada 10 asesinatos son resueltos, mientras que el resto quedan en la impunidad.

La tecnología ha traído consigo avances innegables para nuestras vidas, pero apelar a ella como componente esencial de la lucha contra el crimen es un desacierto. Además, es crucial cuestionar el origen de las tecnologías que se pretenden implementar en el país, no por chovinismo o nacionalismo, sino por las implicaciones éticas y prácticas que conllevan. Por ejemplo, la IA —en su mayoría entrenada en países del Norte Global— a menudo no refleja adecuadamente la diversidad y complejidad de nuestros contextos locales. Ha habido casos en los que los algoritmos de IA han perpetuado esquemas de perfilamiento racial, tratando a individuos afrodescendientes, indígenas o asiáticos como iguales, sin distinción entre sí, o peor aún, llegando a identificarlos como animales o potenciales delincuentes, mientras que los individuos blancos no enfrentan este tipo de problemas.

Del mismo modo, se propone el uso de la IA para una distribución más efectiva de las fuerzas del orden, bajo el pretexto de contener el auge del crimen. Sin embargo, surge la interrogante: ¿es realmente necesario recurrir a este tipo de tecnología para lograr dicho propósito? ¿No corremos el riesgo de que los sectores e individuos históricamente racializados y empobrecidos sean perfilados como sospechosos, perpetuando así las injusticias del pasado?

En Ecuador ya se pueden observar ejemplos concretos de este fenómeno, donde personas de barrios empobrecidos o de ciertas etnias son objeto de perfilamientos, torturas y humillaciones. Estas situaciones se han vuelto virales en las redes sociales, generando un intenso debate. Por un lado, hay quienes justifican estas violaciones a los derechos humanos, mientras que otros cuestionan la necesidad de recurrir a tales prácticas y critican su viralización, aprovechando el alcance masivo de los medios digitales en la actualidad.

Vivimos en sociedades cada vez más hipervigiladas. Los gobiernos y sus instituciones poseen información ingente sobre cada aspecto de nuestras vidas y, aún así, es claro que el crimen y la violencia no hacen más que adaptarse a las nuevas condiciones —tecnológicas o no— para continuar con su accionar. Se pueden esgrimir muchos argumentos a favor de las medidas que contribuyan a frenar la violencia desmedida en la cual nos vemos forzados a vivir día a día. Es más, muchas de éstas claramente atentan contra los derechos humanos y la tecnología, y no escapan de caer en los mismos patrones.

La tecnología podría convertirse en una aliada eficaz para la eliminación de la violencia si es que la implementación de ésta fuera de la mano de voluntad política para resolver las causas de raíz. La fuerza bruta, la hipervigilancia y el tecnosolucionismo difícilmente podrán resolver lo que años de abandono han ocasionado.